sábado, 17 de octubre de 2009


LA VIDA FRATERNA EN COMUNIDAD




Este documento que nos presenta el Papa Juan Pablo II, el 15 de Enero de 1994, a todas las comunidades religiosas y sociedades de vida apostólica, es un gran tesoro que debemos ir descubriendo a medida que se va conviviendo.

Las comunidades que han surgido a lo largo del tiempo en la Iglesia, “No han nacido del deseo de la carne o de la sangre, ni de simpatías personales o de motivos humanos, sino de Dios” (Jn 1,13), de una vocación divina.

La comunidad no es un simple grupo en donde los que la integran buscan la perfección personal, sino que buscan entre ellos mismos crear relaciones estrechas de participación y testimonio de la Iglesia. Por eso los que desean ingresar a una comunidad religiosa deben sentirse llamados mediante una gracia especial a una vocación particular.

La vida fraterna es un Don de Dios donde se llega a ser hermanos con una misión específica, la de servirle al Señor con alegría, pero cabe recordar que esto no se logra de la noche a la mañana. La fraternidad que se da en las comunidades existe en la Iglesia, gracias al Espíritu Santo, El es el que se encarga de darle significado, de enriquecerla y hacerla más apta para cumplir la misión específica que el Señor le ha encomendado.

La misión que se da mediante el apostolado de las comunidades, es la de llevar a los hombres a la unión con Dios y a la unidad entre sí, mediante la caridad divina, dando igualmente un testimonio de amor y fraternidad, constituyéndolo principio y fin esencial para la evangelización.

Podríamos partir hoy día de las sociedades contemporáneas, en donde se ha olvidado la palabra “Todos”, todo por culpa del materialismo que ha sido el causante de que pensemos actualmente en un individualismo, que nos lleva hasta una indiferencia del hermano, debilitando así los vínculos comunitarios. En la cultura socio-económica se ha desvelado este mal en la competencia mediante guerras de precios de los bienes y servicios que se le ofrecen al mundo, todo esta ideología introducida “gracias” a los medios de comunicación, que sirven solo para distraernos del centro de la vida que es el mismo creador, Jesucristo que se da a través de la Eucaristía. Todas estas problemáticas que han surgido últimamente en la sociedad nos están llevando, más que a una crisis económica, es a una crisis de sentido, de identidad. El sentido es lo que da unidad en una comunidad, ya que es el mismo Jesús quien nos revela la vida íntima de Dios en su misterio, la comunión trinitaria. No es en vano la exhortación que nos hace nuestro actual Papa Benedicto XVI ante la actual sociedad dividida y con tantas indiferencias: ¡Solo de la Eucaristía brotará la civilización (comunidad) del amor que transformara el mundo!, haciendo visible la comunicación, la fraternidad, la caridad y ante todo la esperanza.

Nunca y ningún ser humano podrá realizarse en soledad, ya que el mismo Señor Jesucristo ha dicho mediante una sentencia: “No es bueno que el hombre este solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Mediante esta afirmación que nos hace Dios hoy a nosotros, vemos la gran necesidad de que nos relacionemos más con las personas cada día, y así de esta manera crezcamos cada vez más en valores humanos y fundamentales que son propios del hombre.

Si alguna persona es incapaz de llevar una vida comunitaria, estará incapacitado para vivir una vocación específica.

Es por esta razón que la comunidad es una parte fundamental del ser humano, en la cual se desenvuelve y se desarrolla el conocimiento hacia sí mismo y hacia los demás. Este conocimiento se da mediante un proceso y una madurez de las propias dimensiones en las que se mueve, que son cuatro para el ser humano: físicamente, intelectualmente, socialmente y espiritualmente. Madurando la relación conmigo mismo y con la comunidad puedo ir descubriendo mi identidad.

Munier decía del ser humano: “La existencia del hombre es una coexistencia”, esto quiere decir que nadie existe, si no existe con los demás. Vemos como un filósofo también nos da ciertas bases para creer que sin el otro no hago nada.

Podríamos seguir profundizando esta relación que se da en una comunidad, y es que para que haya comunidad, debe haber algo que es también muy importante: comunicación.

Aristóteles, pensador de la antigua filosofía griega, uno de los más grandes y reconocidos filósofos, definió al hombre como un “animal que piensa”. Y lo que lo hace superior a todos los otros animales es el poder de comunicación. El lenguaje le da la posibilidad de crear un mundo nuevo. Al principio de la vida, el niño empieza a conocer por el tacto, luego la vista y por ultimo “la palabra”. Esta es como una vista pero con posibilidades más grandes, ya que me transporta al pasado, al futuro, a lugares. Definitivamente la palabra traspasa límites geográficos y de tiempo.

Si el hombre no se comunica se queda en una limitación física. Gracias a la comunicación del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es que nosotros tenemos vida y vida en abundancia. Vemos que la comunicación es medio de salvación de los hombres. Todo esto se hace buscando una comunión, pero si esta comunión no se le suman estas palabras: comunicación y comunidad, todo queda en una simple palabrería, ya que, o se dan las tres o no se da ninguna.

Esta es la más alta vocación del hombre: entrar en comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos. La contemplación es el testimonio de una vocación especial que solo Dios llama a que le sirvan en la oración y en el silencio. Esta vocación se convierte en una fuerza liberadora de toda forma de egoísmo.

El don de la comunión proviene de llegar a ser hermanos y hermanas en una determinada comunidad en la que han sido llamados a vivir juntos. Aceptando con admiración y gratitud la realidad de la comunión divina.

La oración en común siempre se ha considerado, en las comunidades, base de toda vida comunitaria; siendo muy vigilantes y orantes toman tiempo para cuidar la calidad de su vida. La oración en común alcanza toda su eficacia cuando está íntimamente unida a la oración personal. Esto puede lograrse a través de los sacramentos y la lectio divina, llegando así a lugares privilegiados donde se experimentan los caminos que conducen a Dios, lugares donde se ha de poder alcanzar especialmente la experiencia de Dios y comunicársela a los demás.

La comunidad no se improvisa, debemos tomar consciencia de esto, porque no es algo espontáneo ni una realización que exija poco tiempo. La comunidad dentro de la Iglesia es un camino de liberación, ya que está constituida por personas que Cristo ha liberado, hechas capaces de amar como Él.

La persona que decide entrar a formar parte de una comunidad, el Señor le da dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites.

La comunidad sin mística no tiene alma, pero sin ascesis no tiene cuerpo. Debe haber una compenetración entre el don de Dios y el compromiso personal para construir una comunión encarnada, es decir, para dar carne y concreción a la gracia y al don de la comunión fraterna. Esta vida compartida ejerce un natural encanto sobre los jóvenes, pero perseverar después en las reales condiciones de vida se puede convertir en una carga pesada. Mientras la sociedad alaga y aplaude a la persona independiente, que sabe realizarse por sí misma, al individualista seguro de sí, el Evangelio requiere personas que, como el grano de trigo, sepan morir a sí mismas para que renazca la vida fraterna.

Una fraternidad sin alegría es una fraternidad que se apaga, muy pronto sus miembros se verán tentados en buscar en otra parte lo que no pueden encontrar en sus casas. Una fraternidad donde abunda la alegría es un verdadero don de lo Alto. Es muy importante cultivar esta alegría en la comunidad, ya que el exceso de trabajo la puede apagar, el celo exagerado por algunas causas la puede hacer olvidar. Es importante gozar con las alegrías del hermano, ya que esto alimenta la serenidad, la paz y la alegría, y se convierte en fuerza apostólica.

“Alegres en la esperanza, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración” (Rm 12, 12).



Toda vida cristiana quedaría deformada si no se lleva a la práctica del amor fraterno. La prueba decisiva de nuestro seguimiento de Jesús y de que vivimos según el Espíritu, es que amamos a nuestros hermanos (1Jn 2, 7- 11; 4, 7 – 16).

El prójimo es fuente de experiencia espiritual, no sólo porque es la mejor verificación de que vivimos según el Espíritu de Jesús, sino también, y sobre todo, porque él es un lugar privilegiado de nuestro encuentro vivo con una experiencia de Dios. Al amar al prójimo amamos a Dios, y nuestra entrega y servicio al prójimo por un “amor mayor” funda una auténtica experiencia espiritual y comunitaria.

Desde que Dios se reveló como Padre de todos los hombres, y Jesús se identificó con cada uno de nuestros hermanos y hermanas (Mt 25, 40), mi prójimo, el que está a mi lado, con el que camino, es para mí como un sacramento de Dios, un regalo infinitamente lleno del corazón Trinitario. En el rostro de mi hermano encuentro el rostro de Jesús, del que sufre, del que camina a mi lado, del que el Buen Dios, Padre, amigo y hermano, me ha concedido compartir y llevar mi vida de formación. Es ahí donde encuentro el rostro de Jesús de manera privilegiada.

El amor al hermano es efecto y fuente de comunidad verdadera, comunidad cristiana donde su fundamento y fin último es el hacerlo todo por Él, para Él y en ÉL. No podemos olvidar que si fuimos llamados a vivir en la gran familia de los Hijos de Dios, bajo la maternidad de la Iglesia Universal que fue fundada desde los primeros discípulos en un ambiente de amor y corrección, bajo la influencia del Espíritu Santo que todo lo hace Nuevo.



Juan Alberto Giraldo Aristizábal

Propedéutico




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